Domingo 6 de noviembre, Tiempo ordinario 32 (C)-
Lucas 20,27-38
El próximo domingo nos toca reflexionar un Evangelio complicado que trata sobre la vida eterna, algo que siempre ha sido un tema difícil, con partidarios de una u otra creencia. Jesús nos habla de un Dios que es presencia y nos hace ser desde la dignidad de hijos de Dios. Un Dios, que no es de muertos, que es un Dios de vivos porque para Él todos están vivos.
Ante el hecho de la muerte, se dan diferentes posturas: unos piensan que es el final de todo; otros imaginan una continuidad con la existencia presente, liberada del sufrimiento; hay quienes guardan silencio y hay quienes se han liberado del miedo, por su fe en el Dios misericordioso.
El hecho se desarrolla en Jerusalén, donde se le acercan a Jesús los saduceos, que siempre están buscando tenderle trampas para sacarlo del medio.
Los saduceos no eran muy queridos entre las gentes de las aldeas. Era un sector compuesto por familias ricas pertenecientes a la élite de Jerusalén, de tendencia conservadora, Preferían estar a bien con la Roma que dominaba y no poner en peligro sus intereses. Eran más un partido político que religioso. Lo que podemos decir es que «negaban la resurrección». La consideraban una «novedad» propia de gente ingenua. No les preocupaba la vida más allá de la muerte. A ellos les iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más?
Un día se acercan a Jesús para ridiculizar la fe en la resurrección. Le presentan un caso absolutamente irreal, fruto de su fantasía. Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma mujer, para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén. Es de lo único que entienden y de lo que están pendientes.
Jesús critica su visión de la resurrección: es ridículo pensar que la vida definitiva junto a Dios vaya a ser parecida o prolongación de esta vida terrenal, y de esas estructuras patriarcales que benefician los varones ricos.
Pensar y hablar del más allá es imposible. Es como pedirle a una computadora que nos dé el resultado de una operación sin suministrarle los datos. Ni siquiera podemos imaginarlo. No tenemos datos para imaginar el más allá. Todo lo que llega a la mente entra por los sentidos. Y esto lo creemos sólo por la fe. Lo racional es aceptar que no sabemos nada.
Todo lo que tenemos, incluido nuestro cuerpo y nuestro cerebro, se nos escapará un día de las manos. Solo nos quedará lo que somos. Es lindo pensar que somos ese “soplo de Dios” del que nos habla el Génesis, es decir, que somos amor, libertad, tolerancia y compasión; que el cuerpo, el cerebro, e incluso el conocimiento y la experiencia, son pertenencias caducas que no forman parte de nosotros. Pero ¿qué nos llevaremos al otro lado de la muerte?... ¿Cómo influirá nuestra vida aquí, en este mundo tras la muerte?... No lo sabemos. Son preguntas para las que no tenemos respuesta desde la razón.
Pero donde falla la razón surge la esperanza. Esperanza en que la muerte no sea el fracaso definitivo. Esta esperanza tiene sus raíces en la fe, y por eso es para envidiar sinceramente a quienes creen “de verdad” en el Dios de Jesús; a quienes confían plenamente en lo que el Padre tenga preparado para nosotros en el momento de la muerte… A quienes le creen a Pablo cuando dijo a los cristianos de Corinto que “ni ojo vio, ni oído oyó, ni inteligencia humana puede siquiera concebir lo que Dios tiene preparado para sus hijos”.
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