DOMINGO 24 (C)
Lc 15
Hoy leemos el c. 15 de Lc, que empieza mostrando el contenido en que se
desarrollan las tres parábolas: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Todos
los publicanos y pecadores se acercaban a él. Los fariseos critican a Jesús porque
se trata con publicanos y pecadores. Las tres parábolas son una respuesta de
Jesús a esas murmuraciones. Los fariseos pensaban acercarse a Dios a través del
cumplimiento de la Ley. Tantas veces se nos ha enseñado la obligación de buscar
a Dios por medio de cumplimiento de normas, preceptos…, que nos quedamos a
sorprendidos cuando Jesús nos dice que es Él el que nos busca.
Dios no nos ama porque somos buenos, al contrario, somos “buenos” porque
hemos descubierto lo que hay de Dios en nosotros. Somos “malos” porque no hemos
descubierto a Dios.
Podemos pensar que aceptar la misericordia de Dios invita a escapar de la
responsabilidad personal. Si Dios me ama igual cuando soy bueno que cuando
fallo, para qué me voy a esforzar!? Esta reflexión indica que no hemos
entendido nada del evangelio. Nada más contrario a la predicación de Jesús. La
misericordia de Dios es gratuita, infinita y eterna, pero no me toca hasta que
yo no la acepto. La actitud de Dios para conmigo debe ser lo que me motive a
cambiar.
Para nosotros la máxima expresión de misericordia es el perdón. Dios es
solo amor, pero ese amor llega a nosotros como perdón cuando nos sentimos
perdonados, por eso para nosotros está siempre unida al pecado.
Decimos que Dios ama porque Él es amor, no porque las cosas o las personas
son amables. Dios no ama las cosas porque son buenas, sino que las cosas son
buenas porque Dios las ama. El perdón en Dios significa que su amor no termina
cuando nosotros fallamos, como pasa entre las personas. Si nosotros amamos unas
criaturas y no otras, se debe a nuestra ceguera, a nuestra ignorancia. Para
superar una actitud de pecado, no debemos apoyarnos en la voluntad, en el
propósito, sino en el entendimiento.
Si las reflexiones que acabamos de hacer, son ciertas, ¿de qué sirve la
confesión? Mal utilizada, para nada. Somos nosotros, no Dios, quienes
necesitamos la confesión como señal de su perdón. La confesión no es para que
Dios nos perdone, sino para que nosotros descubramos el mal que hemos hecho y
aceptemos el amor de Dios que llega a nosotros sin merecerlo. La confesión es
el signo de que Dios ni me falla ni puede fallarme.
Muchos de nosotros hemos sido educados en la idea del mérito “ganarse el
cielo” y en el ideal de perfección. Sin embargo, ambas claves llevan riesgos
graves, ya que, en la práctica, refuerzan el voluntarismo, el moralismo, si
actúa bien o mal, sin tener otras cosas para tener en cuenta, el orgullo
espiritual, el fariseísmo, la represión, el juicio rápido a los otros.
Estos elementos permiten captar la ironía de Jesús cuando habla de “los
justos que no necesitan arrepentirse”. Quienes se creen ubicados en el pedestal
de la “perfección” -quienes se creen “justos”- no pueden sino mirar con
desprecio a los “pecadores”. Sin advertir que en ellos mismos ha desaparecido
la actitud más clara de madurez: la gratuidad. El autoconocimiento constituye,
sin duda, la mejor escuela de humildad. El conocer nuestras debilidades y
nuestras fortalezas es indispensable.
Quien sabe que todo es gracia, aun valorando el esfuerzo e incluso el
mérito, no hace de estos el “ideal” de vida, sino que vive en apertura,
disponibilidad y gratitud, sin apropiarse de algo que no es suyo.
Para quien recibe todo como regalo y aprende a vivir diciendo “sí” a la
vida, se abre a la alegría y a la compasión.
Las tres parábolas presentan un nuevo rostro de Dios. El Dios padre de Jesús es el dios que ama a todos, aunque sean pecadores. Como dice en otro evangelio, es el Dios que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Fuentes consultadas: Fe Adulta, diferentes autores.
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