miércoles, 14 de septiembre de 2022

DOMINGO 24 (C)

Lc 15


Hoy leemos el c. 15 de Lc, que empieza mostrando el contenido en que se desarrollan las tres parábolas: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él. Los fariseos critican a Jesús porque se trata con publicanos y pecadores. Las tres parábolas son una respuesta de Jesús a esas murmuraciones. Los fariseos pensaban acercarse a Dios a través del cumplimiento de la Ley. Tantas veces se nos ha enseñado la obligación de buscar a Dios por medio de cumplimiento de normas, preceptos…, que nos quedamos a sorprendidos cuando Jesús nos dice que es Él el que nos busca.

Dios no nos ama porque somos buenos, al contrario, somos “buenos” porque hemos descubierto lo que hay de Dios en nosotros. Somos “malos” porque no hemos descubierto a Dios.

Podemos pensar que aceptar la misericordia de Dios invita a escapar de la responsabilidad personal. Si Dios me ama igual cuando soy bueno que cuando fallo, para qué me voy a esforzar!? Esta reflexión indica que no hemos entendido nada del evangelio. Nada más contrario a la predicación de Jesús. La misericordia de Dios es gratuita, infinita y eterna, pero no me toca hasta que yo no la acepto. La actitud de Dios para conmigo debe ser lo que me motive a cambiar.

Para nosotros la máxima expresión de misericordia es el perdón. Dios es solo amor, pero ese amor llega a nosotros como perdón cuando nos sentimos perdonados, por eso para nosotros está siempre unida al pecado.

Decimos que Dios ama porque Él es amor, no porque las cosas o las personas son amables. Dios no ama las cosas porque son buenas, sino que las cosas son buenas porque Dios las ama. El perdón en Dios significa que su amor no termina cuando nosotros fallamos, como pasa entre las personas. Si nosotros amamos unas criaturas y no otras, se debe a nuestra ceguera, a nuestra ignorancia. Para superar una actitud de pecado, no debemos apoyarnos en la voluntad, en el propósito, sino en el  entendimiento.

Si las reflexiones que acabamos de hacer, son ciertas, ¿de qué sirve la confesión? Mal utilizada, para nada. Somos nosotros, no Dios, quienes necesitamos la confesión como señal de su perdón. La confesión no es para que Dios nos perdone, sino para que nosotros descubramos el mal que hemos hecho y aceptemos el amor de Dios que llega a nosotros sin merecerlo. La confesión es el signo de que Dios ni me falla ni puede fallarme.

Muchos de nosotros hemos sido educados en la idea del mérito “ganarse el cielo” y en el ideal de perfección. Sin embargo, ambas claves llevan riesgos graves, ya que, en la práctica, refuerzan el voluntarismo, el moralismo, si actúa bien o mal, sin tener otras cosas para tener en cuenta, el orgullo espiritual, el fariseísmo, la represión, el juicio rápido a los otros.

Estos elementos permiten captar la ironía de Jesús cuando habla de “los justos que no necesitan arrepentirse”. Quienes se creen ubicados en el pedestal de la “perfección” -quienes se creen “justos”- no pueden sino mirar con desprecio a los “pecadores”. Sin advertir que en ellos mismos ha desaparecido la actitud más clara de madurez: la gratuidad. El autoconocimiento constituye, sin duda, la mejor escuela de humildad. El conocer nuestras debilidades y nuestras fortalezas es indispensable.

Quien sabe que todo es gracia, aun valorando el esfuerzo e incluso el mérito, no hace de estos el “ideal” de vida, sino que vive en apertura, disponibilidad y gratitud, sin apropiarse de algo que no es suyo.

Para quien recibe todo como regalo y aprende a vivir diciendo “sí” a la vida, se abre a la alegría y a la compasión.

Las tres parábolas presentan un nuevo rostro de Dios. El Dios padre de Jesús es el dios que ama a todos, aunque sean pecadores. Como dice en otro evangelio, es el Dios que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. 

Fuentes consultadas: Fe Adulta, diferentes autores.

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