Domingo 2 de octubre, 27º de tiempo ordinario
Lucas 17, 5-10
Una vez más debemos advertir que las Escrituras no se pueden tomar al pie de la letra. Si lo entendemos así, el evangelio del domingo es una sarta de disparates. Porque son todos símbolos que nos tienen que motivar a buscar un significado mucho más profundo de lo que aparenta.
Jesús, gran conocedor de la condición humana, sabe que este lenguaje exagerado resulta mucho más convincente que los razonamientos lógicos que les gusta a los sabios y entendidos, y lo usa con frecuencia.
Su narración primero nos sorprende, luego nos revela la verdad profunda que encierra y no la olvidamos jamás.
Este pasaje de Lucas, se refiere a la capacidad de la fe de mover montañas, y lo que en principio parece una tontería sin fundamento, se convierte en uno de los mensajes más notables del evangelio.
Porque nos está diciendo que no seamos tímidos ni acomplejados; que, si tenemos fe en la fuerza del Espíritu, seremos capaces de contribuir a cambiar el mundo para convertirlo en el reino de Dios, es decir, seremos capaces de hacer grandes cambios… Ése es el sueño de Jesús y la misión que nos encargó a sus seguidores, pero estamos perdiendo la batalla porque no tenemos ninguna fe en ganarla. Derrotados de antemano, bajamos los brazos como los boxeadores que se sienten impotentes ante su rival.
Jesús nos está exhortando a que confiemos en la victoria y sigamos hacia adelante, pero ¿cómo hacerlo?... En primer lugar, debemos saber que contamos con una gran ventaja, y es que los criterios evangélicos (cuando son auténticos) resultan sumamente contagiosos. Pero también debemos saber que el fundamento de estos criterios es el amor del Padre, y que el mundo nunca creerá en ese amor si todo lo que ve a su alrededor es egoísmo, ambición, opresión e injusticia. Nosotros creemos porque lo hemos visto en Jesús, y creemos en Él, el mundo creerá si lo ve en nosotros.
«Que los hombres vean en sus buenas obras el amor del Padre» … Jesús cree que con esta actitud podemos hacer mucho para cambiar el mundo; que, de esta forma tan sencilla, aunque exigente, seremos capaces de mover esa montaña descomunal que hoy nos parece inamovible.
La fe no es un acto sino una actitud personal fundamental y total que imprime un sí definitivo a la existencia.
Confiar en lo que realmente soy me da una libertad de movimiento como para desarrollar todas mis posibilidades humanas.
Nuestra fe sigue siendo infantil e inmadura, por eso estamos lejos de lo que nos propone el evangelio. Los apóstoles le piden que les aumente la fe, pero la fe no se puede aumentar desde fuera, tiene que crecer desde dentro como la semilla. Es cierto que la fe es un don de Dios, un don que ya ha dado a todos, pero nosotros la debemos profundizar y hacer crecer.
Debemos confiar en un Dios que está y forma parte de la creación y de nosotros. Creer en Dios es apostar por el hombre. Es estar construyendo la realidad material, y no destruyéndola; es estar por la vida y no por la muerte: por el amor y no por el odio, por la unidad y no por la división.
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